Robin Hood by Walter Scott

Robin Hood by Walter Scott

autor:Walter Scott [Scott, Walter]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1872-01-26T05:00:00+00:00


XIII

Con la frente, los párpados y toda la cara dañada por la antorcha que en ella se había apagado, el sargento Lambic tuvo la mala suerte de seguir una dirección completamente opuesta a la que había tomado el fugitivo. Dejando a sus hombres a la izquierda, llegó hasta la escalera principal del castillo, en lo alto de la cual creyó oír los pasos de sus hombres.

«¡Bien! —pensó—, ya han agarrado al bribón ése y le llevan ante el barón; debo llegar al mismo tiempo que ellos, de lo contrario merecerían por su vigilancia a los ojos del barón, ¡estúpidos brutos!».

Y gruñendo de esta forma, el valeroso sargento llegó a la puerta de la antecámara del barón, y, prudente por experiencia, quiso, antes de aparecer, saber cómo acogía el viejo Fitz-Alwine el regreso de sus hombres con el prisionero; puso el oído en el agujero de la cerradura y escuchó el siguiente diálogo:

—Esta carta me anuncia, decís, que sir Tristán de Goldsborough no puede venir a Nottingham.

—Sí, Señoría; debe ir a la corte.

—¡Enojoso contratiempo!

—Os esperará en Londres.

—¡Vaya! ¿Señala el día de nuestra cita?

—No, Señoría; solamente os ruega que os pongáis en camino cuanto antes.

—¡Bien! Partiré esta mañana; dad las órdenes precisas para que preparen los caballos; quiero que me acompañen seis soldados.

—Así se hará, señor.

Lambic, extrañado de que Robín no estuviese allí, pensó que los soldados le habían vuelto a llevar a la prisión y corrió a asegurarse. La puerta del calabozo estaba completamente abierta, el calabozo vacío y la antorcha aún humeaba en el suelo.

«¡Hola! ¡Estoy perdido! —pensó el sargento—. ¿Qué hacer?».

Y volvió maquinalmente a la puerta del barón esperando que los soldados llevasen allí al condenado guardabosque. ¡Pobre Lambic! Ya sentía alrededor del cuello la caricia de una cuerda nueva. Sin embargo, la esperanza, que nunca abandona por completo a los desdichados, le renació cuando, al pegar de nuevo el oído al agujero de la cerradura, notó que el cuarto estaba tranquilo y silencioso. El soldado se hizo el siguiente razonamiento:

«El barón duerme, luego no está encolerizado; no está encolerizado, luego ignora que el prisionero se me ha escurrido de entre las manos como una anguila; ignora la huida del prisionero, luego no me supone merecedor de castigo; por lo tanto puedo presentarme ante él sin temor alguno, y darle cuenta de mi misión como si la hubiese cumplido a su entera satisfacción; así ganaré tiempo y podré saber lo que ha pasado con el maldito Robín a fin de devolverle a su calabozo o de mantenerle allí si los dos estúpidos animales de mis soldados han tenido la suerte de cumplir con su deber. Puedo presentarme sin temor…».

Lambic arañó ligeramente con la uña en el lugar de la puerta con más sonoridad. Esta especie de provocación no obtuvo resultados, y el silencio del interior no se alteró.

«Decididamente duerme —pensó de nuevo Lambic—. ¡No! ¡Qué idiota soy! ¡Ha salido; está con su hija!, de lo contrario le oiría, pues duerme roncando».

Impulsado por una diabólica curiosidad, el sargento maniobró con



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